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Fracasada

  • la escribidora
  • 28 ene
  • 2 Min. de lectura





Melancolía, Paisajes del alma. Edvard Munch, Noruega, 1891


Una vez más se encontraba en el suelo, sumida por completo en el torrente de amor y desprecio que la desbordaba. No solo por lo que él, una vez más, había hecho con su mundo, sino también por el desprecio hacia sí misma. Se veía atrapada en la repetición de su propia historia, en un lugar común donde se odiaba por no haber aprendido la lección. Un cuento interminable que la arrastraba a despreciar su propia existencia. Clamaba a Dios, como si este no le hubiese dado ya mil razones para despejar el terreno de ese viejo idilio irrealizable y utópico. Pero bastaba una sola palabra para sembrar la duda sobre todas las verdades que el tiempo había corroborado.

¿Su culpa? Quizá no haya culpables. Lo cierto es que una vez más se arrastraba, como una serpiente que no sabe de brazos ni piernas que la levanten. Siempre parecía el final de una agonía inquebrantable, esa que deja el decadente deseo de cambiar todo lo que la atormenta. Pero su voluntad, débil como la de un ser sumido en la nada, la paraliza. Su voz, sus halagos, la idea de algo que ha soñado y materializado durante años, pero que jamás existió y nunca lo hará. Una miserable esperanza que nace solo para extinguirse, una burla constante que resuena en su mente, llevándola a vivir de los despojos de sus propios pensamientos. Aquellos que la hacen creer que es amada. Abominables pensamientos que la acechan en los rincones más oscuros de su ser. Y sigue arrastrándose, desprovista de valor, arrastrada por la miseria de su carácter, incapaz de vomitar todo aquello que la ahoga, que la mata. Sigue en su marcha, clamando a un Dios que ni siquiera conoce, ahogada en el mar de un amor que nunca fue.

 
 
 

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