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RACSO

  • la escribidora
  • 14 feb
  • 2 Min. de lectura



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 Narciso, por Giovanni Antonio Boltraffio (Escuela), 1510, óleo sobre lienzo,




Si los recuerdos fueran armas capaces de aniquilar, yo usaría esos fragmentos del pasado para borrar su presencia de mi vida. Recordar ese cielo oscuro y neutro sería suficiente señal de todo lo que siempre estuvo allí, latente, pero invisible. Todo había estado vacío desde el principio, aunque yo no lo entendí entonces. Su sonrisa, sin embargo, tenía el poder de paralizarlo todo: el tiempo, el espacio, cualquier circunstancia. Estar a su lado era lo único que necesitaba, porque en su mirada, en su ser, encontraba una certeza falsa, la ilusión de que nada me faltaba. Por eso nunca percibí que lo que comenzaba como un suspiro de felicidad era, en realidad, el principio de una espera interminable, agónica, que no tendría fin.

El tiempo pasó sin previo aviso, se desvaneció, se desperdició en una esperanza inexistente que, poco a poco, me transformó sin que lo notara. Cada día, lo veía más claramente: el cielo había logrado despejarse un poco, aunque algo de mí seguía envuelto en la neblina de ese amor vacío. La metamorfosis era innegable; me había convertido, casi imperceptiblemente, en una mariposa rota, pero aún mariposa.

Con el tiempo, cuando por fin me sentía ligera, capaz de volar y pensar que nada podría detenerme, él regresaba, como un viento que al principio me elevaba, pero que, al crecer y transformarse en un ciclón, arrasaba con todas mis ilusiones. A veces sentía que él era dueño de mi mundo, y de alguna forma, también lo era del suyo. Su dureza, su frialdad, esa capacidad de volverse inaccesible, lograban conquistarme irremediablemente. Era como un imán, una fuerza que cualquier ser humano desearía tener, pero que, en mi caso, me atraía hacia una espiral destructiva de dependencia.

Día tras día, su majestuosidad me volvía más pequeña, me anulaba lentamente. Yo, que al principio era una mariposa vibrante, me convertía en un insecto disecado, una sombra de lo que alguna vez fui. El corazón, antes lleno de sueños, ya solo era una caja vacía de recuerdos desvanecidos, que huían ante la pesadumbre de un amor que nunca floreció. La realidad me alcanzó tarde, pero cuando lo hizo, ya estaba demasiado fracturada, demasiado atrapada en sus redes como para escapar.

Y al final, cuando ya no quedaba nada de mí, cuando la última chispa de esperanza se extinguió en las cenizas de un amor que nunca fue, comprendí la cruel verdad: mi alma había sido el precio de su reflejo, y mi vida, un eco vacío de sus palabras. Lo había amado, sí, pero al amarlo me había olvidado. Y ahora, al mirarme en el espejo, veo a una extraña, una que ya no sabe quién es, más que un eco silente de alguien que alguna vez fue. El ciclo terminó, pero en mi pecho solo queda un vacío profundo, una herida abierta que jamás sanará, porque fui la musa de un alma que solo se alimentaba de sí misma, y mi amor nunca fue suficiente para él, ni para mí.

 
 
 

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