60 segundos
- la escribidora
- 20 ago 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 24 ago 2020

¿En qué piensa tanto? Me pregunta el viejo, al ver que llevo una hora viendo por la ventana. De repente desperté y tenía 80. La mayoría de las personas con las que crecí ya no están. Hoy en día visito más a muertos que a vivos. La muerte ahora ocupa gran parte de mi vida. Me pregunto a qué hora pasó esto. Después de 9 hijos, no conservo ninguno. Se han ido como los pájaros del nido. No me quejo, no me olvidan, a veces me frecuentan. Ya no son míos y lo entiendo ya murieron también esos niños que corrían por la casa, que luego corrieron por la calle y que ahora, corren lejos buscando sus propias vidas. ¡Ah! la muerte ahora es todo en mi vida. La conocí mas de cerca a los 50, cuando sin piedad me robó mi vida, que iba envuelta en una niña de vestido azul, aquella bebé que traje yo en mi vientre. Ahora no tengo tiempo de llorar, debo hacer el café de la mañana.
El café es uno de los motivos que me impulsa a abrir los ojos, es una de las pocas cosas que puedo hacer sin ayuda. A las 9 de la mañana ya quedé libre, para pensar. El viejo escucha la radio, yo solo veo como se queja. Hoy decidí no usar los audífonos para descansar de los gritos del viejo. Grita por cualquier cosa que, si bajó el dólar o subió, cosas que él no entiende, lo importante es renegar. Ya no tiene más que hacer. A las 11 se irá a echar una siesta, a descansar del descanso de todos los días. Yo veré que cocinar, del menú de sopas, que es lo único que nuestro viejo estomago resiste. En la tarde vendrá la vecina y comentaremos juntas nuestros dolores de la noche anterior. Hoy no tengo muchos en las listas, después de perder mi riñón, no he tenido mucho de que quejarme. Marinita la vecina, sin embargo, se quejará hoy de su dolor de cadera que no la deja vivir y así acabaremos la tarde por ahora. Hoy no murió nadie, así que iré solamente a visitar a los de siempre. El señor de las flores es el mismo, pienso llevar unas flores nuevas a la casa para esta ocasión especial. Rosas amarillas me provocan, para que no se sienta tanto el ambiente catastrófico de una casa en donde viven dos muertos.
Llego rápido a casa, hay que planchar la ropa del viejo. Hoy tiembla más que nunca, ha regado más café en su pantalón del que pudo tomar. Antes él solía solucionar todo; hoy no puede controlar ni su silla. Hace tiempo que no me sentía emocionada, años sin organizar nada. Ya está preparado todo, pude hacerlo sola. Sé que el viejo estará feliz. Antes de todo me pide otro café, esta vez no importa si se desvela, así que se lo hago. La casa huele como antes, cuando merodeaban muchos niños que no dejaban oír las noticias, y el viejo los espantaba con el matamoscas azul que ya no mataba moscas pero que le devolvía la tranquilidad para ver la televisión. Tiempos aquellos en que la compañía sobraba y la felicidad era tan normal que fastidiaba. Será por eso que me siento tan emocionada.
Ya son las 8, y me pongo el perfume que siempre me ha gustado, ya casi no me huele, pero qué mas da. Me puse también los aretes que me regaló Margarita. Me los trajo cuando viajó a Medellín por primera vez, se que cuando ella me los vea se va a sentir muy bien pues siempre pensó que no me gustaron, duraron 20 años guardados en el baulito de las joyas, pero es que para cocinar no hacían juego. El viejo se puso zapatos elegantes, no le conté de mis planes pero con el tiempo aprendimos a decirnos todo con la mirada, él lo sabía , él sabia que la noche era diferente. Nos sentamos en la mesa, hace tiempo que no la usábamos, porque él decía que era muy grande y que mejor comiéramos en el patio. Pero él sabía que esa noche era especial. El caldito me quedó en su punto, arepa amarilla que era su preferida y chocolate. Si hubiera estado Margarita, hubiese puesto el grito en el cielo ¡mamá! Usted no puede tomar chocolate, y de inmediato hubiera encontrado quien aprovechara la mortífera bebida. Pero bueno, no estaba mi Margarita, solo éramos el viejo y yo.
Terminamos la comida, y fuimos a la sala. Era un lugar mágico, lleno de recuerdos; el matrimonio, el bautizo, las navidades y los anuncios de embarazos estaban ahí. ¡Ay Dios! La vida completa estaba ahí. Y ahora éramos solo él y yo, y los demás ahora cada uno en sus propias salas. Nos sentamos ahí en el sofá blanco de terciopelo que nos dio Manolo, el menor de los 9. Al frente de nosotros, el reflejo de los dos, 60 años antes. Todo quieto en un instante, los de 20 y los de 80. A 60, a 60 segundos de morir.
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