La enfermedad de la locura
- la escribidora
- 7 ago 2020
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 30 ago 2020
“La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura
es o no lo más sublime de la inteligencia”.
Edgar Alan Poe

“Siempre hemos soportado esto” me gritaba esta mañana mi mamá, refiriéndose a la desgracia que según ella persigue a la familia. Y es que, según mi madrecita, suelen haber en nuestra parentela, gentes que se comportan fuera de lo normal, empiezan a desvariar, viven indecorosamente, “se chiflan” dice susurrando para que nadie, Dios no quiera, la escuche.
Mi abuelo materno, por ejemplo, solía sentarse todos los días muy temprano, sin falla , en la puerta de la casa a esperar con paciencia a cualquier incauto vecino o conocido que pasara para contarle sus historias. La que más había trascendido, para quienes habían escuchado sus hazañas, era la del recuerdo de aquel día en que le encomendaron la gran labor de llevar a sus espaldas el radio teléfono con el que los soldados en pleno monte se comunicaban entre sí, una tarea de suma importancia en su época. Quienes lo conocían lo admiraban por su creatividad, puesto que sabían que nunca se había enlistado en el ejército. Era un hombre demasiado fantasioso, por lo cual fue catalogado como el loco de la séptima, denominación de la calle donde vivía la familia. La señora de la tienda decía que esto era normal, que los abuelos empezaban a inventar cosas porque la mente les comenzaba a fallar.
Mi abuela por su parte decía que solo era un pasatiempo, ella era feliz dándole veracidad a estas mentirillas que contaba con tanto orgullo mi abuelo. Para ella, no significaban locuras puesto que desde muy pequeña escuchó decir de su madre, Eva, que los locos eran personas a quienes los había poseído el demonio y que ya no tenían salvación o cura. Crecí convencida de que la locura carcomía como una enfermedad.
Mientras mi mente divagaba pensando en mi abuelo, mi má por su parte seguía con su discurso matutino, diciéndome que, si seguía así, iba a terminar loca como el nono Tránsito. Así se llamaba mi bisabuelo, hombre de 103 años que pasaba sus días en las calles del barrio pidiendo limosnas y recogiendo cualquier cosa que se pudiese reciclar. En aquellos tiempos yo tan solo era una niña, veía al nono Tránsito con orgullo, les presumía a mis amigas que el loquito del barrio era mi bisabuelo. Lo decía con honor, en parte porque mi abuelo repartía las ganancias de su trabajo como limosnero con quienes a las 5 de la tarde se le acercaran. Solía estar a esa hora al frente de su casa, siempre muy puntual. A cada uno nos daba una moneda de 200 pesos, ¡ah que alegría! Con ese tesoro compraríamos golosinas para todos, por lo menos pepitas de chicle que masticaríamos por horas, hasta que nos dolieran las muelas. y seguiríamos en nuestros juegos callejeros, mientras el loquito se fumaba un cigarrillo sentado en su carruaje rustico, llamado “zorra”.
Escuché a mi mamá siempre decir que no sabía a qué hora se había enfermado el “nono”, quien solía ser un hombre trabajador y del hogar, muy sensato. Ella siempre se lamentaba de esta desgracia familiar y lo regañaba, porque decía que no tenía necesidad de apelar a la caridad humana para sobrevivir, que en la casa se le daba de todo. A esto el nono Tránsito respondía refunfuñando, renegando de la cantaleta y solicitando a gritos su libertad “dejen tanto de cansar, echen, echen de acá”. Su día terminaba sentado en la escalera que daba al patio de la casa mirando como anochecía mientras silbaba siempre pueblito viejo, melodía que aún parece estar sonando en mi mente cuando arribo a ese lugar. Todos los que vivían en la inmensa casa del nono pasaban por su lado y lo miraban con desdén, pareciera que era la historia más fatídica y vergonzosa que se había vivido en la familia.
Por esos tiempos, el apellido Suárez se había hecho famoso en el barrio por la profesión del tío, quien muy inteligentemente había llevado al máximo su creatividad al encontrar la manera de adquirir motos de cualquier modelo sin ningún costo. Esta facultad del tío “Vitor” llevaba 3 años. Sin embargo, ni el oficio de caco de mi tío fue tan horripilante para la familia, como la locura del nono Tránsito, quien, sí lo veía repudiable. Por lo cual encontró en sus heces fecales, la mejor manera de protestar contra el tío y exigirle que se largara de su casa, untándolas en todas las pertenencias del pobre tío ingenioso. ¡Enloqueció completamente!, decía mi madre, No hay más remedio, habrá que pedirle al padre Pedro, párroco de la comuna, que le libere, ¡el demonio ha entrado en él! Pero el nono, en el esplendor de su locura siempre encontró la manera de sacudirse de sus cantaletas, siempre finalizaba su alocución con un: “de aquí me sacan con los pies pal’ jrente”
Al otro día, después de la catástrofe del tío, todo se tornó en calma. Vi como el nono a eso de las 9 de la mañana se puso como siempre sus zapatos. Sentado en la escalera como todos los días, hablaba con Dios mientras intentaba por décima vez introducir su pie en las alpargatas. Sus plegarias eran siempre pidiéndole al señor, entre risas, que: “ojalá puallá haya me brinden cajecito señor” refiriéndose a los lugares que frecuentaría, pues no gustaba de desayunar en casa. Después de esta charla con el santísimo, partió a seguir su aventura de causar lastima con el fin de conseguir las moneditas con las que iba a hacer felices a los niños del barrio y uno que otro fumador atenido que le sacaba al nono las monedas para el cigarro.
Como olvidar ese día, 8 de diciembre del año 2008, día de la virgen y de la primera comunión de la vecinita Olguita. Por supuesto se le guardó su plato de lechona al nono. Después de la fiesta de la vecina íbamos a estar todos en la calle esperando con los brazos abiertos al nono Tránsito, para que nos diera la posibilidad de comprar nuestro trozo de felicidad diaria, al que accedíamos con sus doscientos pesos. Estábamos todos de gala, a eso de las 4 de la tarde, cuando un estruendoso grito de mi abuela aturdió los oídos de todos los invitados. Un fulminante infarto terminó siendo la cura para la locura del nono Tránsito. Ya no iba a estar más entre nosotros. Ese día no solo se paralizó el corazón de mi bisabuelo, también se congeló en el tiempo esas tardes en las que contagiaba a todos con la enfermedad de la locura.
Nunca nada se asemejó a los tiempos del nono Tránsito, ni la llegada de los regalos de navidad, ni el año nuevo. Jamás conocí a alguien que contrajera enfermedad tan peculiar como la locura del nono. Se le veía feliz, gozaba dando y recibiendo, incluso su forma de dar lecciones con excremento era admirable. La locura le permitió al nonito salir con los pies por delante como quería . Que alegría sonreír recordándolo , y que dolor al recibir un coscorrón de mi madre, con el cual me trae de regreso a la cordura.
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