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Los despiadados infantes Carrión

  • la escribidora
  • 7 ago 2020
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 24 ago 2020


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El hombre de naturaleza animal, ha intentado desde siempre mantener sus impulsos al margen de sus comportamientos. Esto, por la necesidad de evitar el caos social que desencadenaría, que el hombre tomara pleno uso de sus libertades y se dejara llevar por sus instintos. Sin embargo, comportarse de manera “correcta” se ha convertido en una lucha interna de cada individuo. La literatura, por ejemplo, nos provee de historias llenas de personajes que han antepuesto sus intereses a costa de cualquier principio. Paradójicamente, en una de las obras más destacadas de la literatura española, El cantar del Mío Cid, en donde se entrelazan las hazañas valerosas de Rodrigo Díaz Vivar, con las vidas de dos personajes que dan muestra de lo bajo que puede llegar el ser humano cuando la codicia los invade. Estos personajes son llamados en la obra: los Infantes de Carrión.



Fernando y Diego, los infantes de Carrión. Siempre juntos, son una pareja unida por su consanguinidad. Muy poco se sabe de ellos, sin embargo, son la muestra viva de la dualidad del hombre. El bien y el mal. Fernando, siempre puesto en lugar de infante, orgulloso de su casta, siempre con cabeza en alto, seguro de que era más que los que lo rodeaban. No podía soportar la idea de que alguien fuese mejor que él. Un sujeto convencido de que la vida iba a poner en su camino lo que merecía. En su infancia rodeado de lujos y privilegio, se sintió vulnerado con el nacimiento de sus hermanos. Pensaba que era el mejor, y los repudiaba. Su madre se dedicó a darle mil motivos que acrecentaban estas creencias. Lleno de miles de adulaciones, Fernando, se convirtió en un ser inservible, a quien solo se le ocurrían ideas maliciosas para lograr agradar a los cortesanos y al Rey.


Por otra parte, estaba su hermano Diego. Un joven poco astuto y desubicado. Sus hermanos, tenían la creencia de que algo fallaba en él. Sin embargo, esto solo eran murmuraciones en secreto. Puesto que, para la familia, sería un deshonor tener a un “retrasado” en su linaje. De esto se había aprovechado siempre Fernando. Al ser el primogénito, Diego lo admiraba demasiado y siempre terminaba por hacer lo que le pidiera. Pero esta “inocencia” le saldría cara. Diego quería saber qué tenía que hacer para lucir igual de guapo a su hermano, a lo que Fernando, en son de broma le indicó que debía aplicarse cera hirviendo en la cara para restaurar su piel. Diego aplicó estas palabras al pie de la letra y terminó por desfigurar la mitad de su cara. De esta forma, terminó por sumar una razón más al desprecio que sentían las mujeres por él. El desdichado Infante Diego, pensaba que ya no tendría ninguna esperanza de desposar a ninguna dama, puesto que nadie querría casarse con un monstruo poco inteligente.


Quizá, todos estos acontecimientos los llevaron a cruzarse en el camino del Campeador. Fernando y el Cid, dos personalidades totalmente opuestas. Por una parte, el héroe, preocupado por limpiar su honra de las calumnias que habían fraguado varios cortesanos en su contra, solo por envidias. Por otra parte, un ser despiadado y egoísta al que solo le interesaban las apariencias. Esto lo llevó a pensar en casarse con las hijas del Cid, al ver como este triunfaba y se llenaba de riquezas. Fernando pensó en las comodidades que podía tener al contraer nupcias con alguna de sus hijas. Además, Elvira, la mayor de las hijas del Cid, resplandecía por su belleza. Así que se quedaría con la mujer más bella del reino y con toda su riqueza. De esta forma, arrastró consigo a su hermano Diego, pensando en abarcar toda la herencia de Rodrigo Díaz de Vivar. No quería dejar ningún cabo suelto y ya que contaba con el apoyo del rey, se concretaron las bodas.


Tiempo después de concretar el plan de Fernando y con apoyo del rey se realizaron las nupcias. La infelicidad de Elvira y su hermana Sol era evidente. Se decía bajo cuerda que sus esposos les maltrataban y que el desquiciado de Diego, cometía constantes vejámenes en contra de Sol. Sin embargo, debido a las constantes luchas de su padre nadie lo notaba. Los ojos estaban puestos solamente en la reconquista de la tierra. Cosa que permitió que estos dos despiadados infantes hicieran su voluntad con las mujeres. Por su parte Elvira, pasaba sus días atendiendo las necesidades de Fernando, 24 horas a disposición de sus deseos narcisistas, puesto que este solo se dedicaba a deleitarse con su belleza.


No obstante, estos hombres se ganaron el respeto de algunos de los vasallos del Cid, quienes les salvaban en muchas ocasiones, sobre todo por su fama de cobardes e inútiles. Algunos contaban historias fantasiosas sobre hazañas inventadas de los infantes, con tal de que salieran bien librados de las habladurías de la gente. Incluso, cuando el león del Cid escapó y los infantes huyeron despavoridos. Muchos dijeron que estos habían buscado de forma valerosa al animal, para salvar a su suegro. Sin embargo, su credibilidad cada día iba decreciendo y sus máscaras iban cayendo.


Los honorables infantes, al ver que su reputación estaba en juego, decidieron huir. No antes sin vengarse del Cid, a quien odiaban fervientemente por ser todo aquello que nunca pudieron ser. Para lograr su cometido, engañaron al Campeador, haciéndole creer que irían a visitar su tierra natal. Pero en el fondo, habían planeado torturar de la peor manera a sus esposas. Fernando por su parte solo deseaba ser un soltero adinerado, librarse de aquella mujer a la repudiaba por ser tan poca cosa para él. Ya la belleza el Elvira no le llenaba, su aroma pasó de parecerle el perfume más excitante del campo, a ser la peste que le recordaba lo podrida que era su existencia. Así que para él la única opción era destruirla. Para Diego, lo relevante era poder sentirse poderoso, aún más que aquello que siempre lo habían hecho sentir como un anormal. Esto, pensaba, solo lo lograría al torturar con sus propias manos a su esposa, puesto que maltratarla era lo único que le daba satisfacción y placer.


Y así lo hicieron, escaparon con las riquezas que pudieron sonsacar al Cid, engañándolo y prometiéndole cuidar de sus tesoros más preciados. Mientras el camino a Carrión se convierte en el viacrucis de Elvira y Sol. Cada kilómetro las someten a azotes y golpes. Entre escupitajos y agravios, las herederas del Cid expiran. Y los despiadados infantes de Carrión llenos de júbilo gritan de alegría, como si la felicidad les hubiera llegado de un tajo. Actuando sin saber que el fin que iniciaría en ese instante era el de sus propias vidas.




 
 
 

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